Desde que en el año 146 a.C., Roma destruyese las ciudades de Corinto y Cartago, su política exterior va a centrarse en Hispania con dos largas y costosas guerras, el levantamiento de los lusitanos, al frente de Viriato, y por otro lado, la que desde el año 143 a.C. sostuvo la ciudad de Numancia, la más poderosa de los arévacos, al decir de Apiano, que se erigió en el Alto Duero como protagonista exclusiva de la resistencia indígena, hasta su destrucción en el año 133 a.C. por el cónsul Escipión Emiliano. A esta fase de la guerra, los historiadores romanos la denominaron Bellum Numantinum, por la primacía de la ciudad arévaca en sus enfrentamientos con la República romana, que frenará en seco durante diez años la imparable expansión romana por la Península Ibérica.
Diodoro Sículo, Apiano, y sobre todo, Polibio, testigo presencial de los hechos, dado que acompaño a Escipión en su campaña final contra Numancia, calificó las confrontaciones contra los celtíberos como “guerra de fuego”, tanto por la violencia y el ímpetu de los enfrentamientos como por su duración, ya que, a diferencia de las guerras contra griegos y cartaginenses, que se decidían en una o pocas batallas, en la Guerra Celtibérica los combates volvían a brotar con fuerza cuando ya se creían extinguidos.
El coste de esta guerra queda bien reflejado en las cifras citadas por diversas fuentes, las bajas romanas sumarían entre 60.000 y 80.000 vidas, sin hablar de las perdidas en pequeñas escaramuzas. La comparación es clara ya que el número máximo de hombres de armas que reúnen los numantinos es de unos 8.000 al inicio de la guerra y de 4.000 al final, todos estos sucesos llevaron a que Numancia llegase a ser definida por Cicerón como “el Terror de la República”, expresión que se generalizó a partir de ese momento.